Sobre el amor y la muerte en Borges
Para realizar este ensayo opté por centrarme en la faceta poética de Borges, es allí, según mi parecer, donde los temas referidos al amor y la muerte encuentran su mayor potencia. A pesar de que a veces no pueda verse tan claro, la relación entre ambos siempre está presente en su poesía, teniendo en cuenta esto, seleccioné aquella titulada como “El amenazado” (1972) para poder exponer de manera clara cuál es la concepción fatídica e inevitable que Borges le asigna al enamoramiento; también elegí complementar el análisis con los poemas “La Recoleta” (1923) y “El suicida” (1975) para realizar la contraposición y comparación con la manera de entender la muerte y la finitud presente en el escritor argentino.
“El amenazado” (1972) es un poema que borges escribe al amor, eso está claro. Sin embargo el poema se direcciona más que nada al enamoramientovy más aún al momento en que el ser toma conciencia de su realidad como enamorado, describe en sus líneas las sensaciones que recorren el instante en que el amor se vislumbra ante nosotros, recorre las horas de un amor presentándose ante nuestra realidad y cuales son las reacciones que provocan esta sensación única. El poema transmite y expresa en mayor medida el momento exacto de saberse enamorado y totalmente amenazado por eso. Empieza con la primera sensación frente al enamoramiento, el miedo, y aunque se encuentra presente en todo el poema, queda muy firmemente establecida en las primeras líneas:
“Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir”.
Frente al temor Borges recorre todo aquello que conoce y lo hace sentir seguro, esto nos da una pauta de a qué le teme, qué es aquello que tanto miedo causa del enamoramiento, lo deja claro en las líneas finales del segundo párrafo del poema. El cambio y las costumbres son aquello que le queda como seguro, pero nada son ante el estruendoso enamoramiento que viene a desbaratarlo todo, el miedo yace en lo profundo del cambio, en esa sensación de que las costumbres habitadas nada pueden hacer frente a la novedad que se alza sobre el horizonte, es el génesis del miedo, el darse cuenta que el enamoramiento establece el fin y la muerte de los hábitos seguros de aquel que ama:
“¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga
erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?”.
El enamorado le teme al cambio profundo que genera el amor, a la muerte de aquella cotidianeidad previa que reinaba en su vida, porque es claro que el amor cambiará todo eso, no se adaptará a aquello que estaba previsto de antemano, removerá todo lo que alguna vez fue estable y desarrollará su caos arremolinado en las entrañas del que ama, ningún horario sobrevive al enamoramiento, todo aquello queda en el pasado y el cuerpo y alma se enfocan en esta dulce novedad, totalmente inevitable, totalmente profunda. Ni siquiera el tiempo parece ser el tiempo como lo conocíamos, las horas se distorsionan y ahora ya no nos pertenecen más, ni a nosotros ni a nuestros planes, son todas del amor:
“Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”.
Todo el poema se desarrolla entonces en el miedo rotundo al cambio producido por el amor, el miedo al devenir inevitable, nada de lo que estaba quedará por el sacudón imprevisto del enamoramiento. Todas las bases seguras, todo aquello que Borges describe al principio, y donde parecía buscar refugiarse, ahora no le ayudan en nada, la compañía del sujeto amado es lo único que marca su ritmo, todo lo demás debe acomodarse a este devenir o perecer en el pasado. El título del poema refleja el instinto frente a este miedo, amenazado es como se siente aquel que se experimenta enamorado, el devenir es quien amenaza con cambiarlo todo de golpe, con olvidar lo que antes era lo recurrente. El paso a esta nueva etapa se presenta traumático, horroroso, lo cambiante es totalmente contrapuesto a la seguridad de la rutina:
“Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la
espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo”.
El poeta cierra la lírica mostrando que es lo que le causó el miedo, el enamoramiento se ha posicionado como causa del miedo inicial -aunque en realidad la causa primordial sea ese miedo al cambio que se encuentra en el génesis del enamoramiento- pero el miedo es sólo una consecuencia inmediata que se figura como causa de algo mayor, de algo que acompaña a cualquier enamorado, el dolor. El dolor como un costo imposible de evitar pagar frente al amor, porque las experiencias que se desarrollan frente al torbellino de cambio que se produce siempre son dolorosas, extirpan sin anestesia lo seguro, el horror y el miedo se vuelven espinas punzantes del dolor frente a lo que se ama:
“El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo”.
Así es Borges configura la experiencia del enamoramiento como un hecho doloroso y amenazante, no niega nunca la belleza de este, pero asume el dolor de las primeras etapas que se ven acompañadas, muy de cerca, con un dolor ineludible, el enamorado se encuentra expuesto al devenir y por lo tanto al dolor.
En el poema llamado “La Recoleta” (1923) borges decide explorar el tópico de la muerte, con sus palabras describe un camino o recorrido por el cementerio de la recoleta, sobre ese contexto esgrime una visión más armoniosa y estética acerca del fenómeno de la muerte, describe casi con dulzura las hectáreas repletas de cadáveres que componen el cementerio, mientras reflexiona sobre el suceso de la muerte. Asume a la muerte y su inevitable acercamiento, la dota de un carácter nuevo y tranquilizador, tampoco la enaltece ni hace alarde de una romantización del perecer, incluso reza en sus líneas un recordatorio de lo errado que puede resultar asimilar la muerte con la paz:
“Equivocamos esa paz con la muerte
y creemos anhelar nuestro fin
y anhelamos el sueño y la indiferencia”.
Borges no nos habla de la muerte en términos mesiánicos, ni la dota de elementos heroicos, por el contrario, la tranquilidad de la muerte está en hecho mismo de no estar dotada de nada. El autor asume la muerte como inexistencia, todo aquello que de plano le regalamos a la muerte en nuestra concepción y condición de vivos carece de sentido, la muerte lo rechaza, se despoja de todo eso: “sólo la vida existe". Las categorías y ademanes de los vivos no tienen ningún efecto en la defunción inevitable. Son solo bellos cementerios y monumentos de mármol puro lo que queda a los vivos, carentes de todo. Su belleza no repercute en la muerte, lo hace solamente en la vida. Borges es tan extremo en este sentido que incluso asume lo absurdo de la categoría luego de la propia muerte, ella ni siquiera existe una vez que sucede, el fenómeno como tal es algo que relatan los vivos sobre los que ya no están, es la existencia contrapuesta a la nada impuesta. Los cementerios como la recoleta, devenidos en paseos turísticos, son la prueba de que el estar y el existir se imponen por sobre la muerte dejando paisajes para los vivos. Los muertos no disfrutan del cementerio de la recoleta, los vivos si:
“El espacio y el tiempo son formas suyas,
son instrumentos mágicos del alma,
y cuando ésta se apague,
se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte”.
El fenómeno de la muerte no puede dejar de asombrar a Borges, casi como si el argumento se le presentase a un Parménides negador, el argentino queda maravillado y sorprendido frente al paso de la existencia a una total y perpetua nada. Le sorprende como aquello que está puede con facilidad dejar de estarlo, lo efímero de la vida y ese ciclo corto devenido en muerte atrapan el interés del poeta:
“fuera un milagro que alguna vez dejarían de ser,
milagro incomprensible”.
Sobre las cuatro líneas finales Borges desarrolla brevemente un punto crucial en su visión de la muerte, y es la aceptación de esta como un fenómeno próximo a experimentar. Todo aquello que hablamos de la muerte no nos es ajeno, nos es demasiado cercano, nos tiene a nosotros como protagonistas, no elucubramos teorías y análisis sobre un fenómeno del cual somos externos. Vamos a morir y Borges es consciente de eso, la angustia y fascinación por el final hacen que el autor se despache en las últimas cuatro líneas con una serie de confesiones: por un lado afirma aquel dolor que se experimenta cada vez que recuerda la finitud propia o de un cercano, repasar estos pensamientos en carne propia no son cosa gratis, la angustiosa sensación entonces se hace presente y horroriza nuestros días; por otro lado, en las últimas dos líneas, asume su próximo hogar, sus cenizas estarán en algún cementerio y todas las reflexiones que ha realizado a lo largo del poema son, en cierto punto, sobre su propia muerte. Este costado nos hace entender entonces que el poema no sólo explora el fenómeno de la muerte como un abstracto general y aplicable a cualquier ser vivo, sino que también hace referencia a como Borges experimenta su propia consciencia de finitud:
“aunque su imaginaria repetición
infame con horror nuestros días.
Estas cosas pensé en la Recoleta,
en el lugar de mi ceniza”.
Por último opté por escoger el poema “El suicida” (1975), es un poema corto, conciso, potente; pero sus escuetas líneas no dan tregua a la hora de analizarlo, en su pequeño cuerpo hay un giro interesante en la manera de enfrentar la muerte, no tanto ya como un destino inevitable, sino como algo enraizado en un deseo. El poema, sin embargo, no escapa a la concepción sobre la muerte que Borges ya viene desarrollando en sus anteriores escritos, no le agrega a la muerte nuevas características, la sigue asumiendo de la misma manera y mantiene sus nociones sobre esta:
“No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche”.
Sin embargo hay algo diferente ahora, la muerte se muestra como una opción de descanso, sigue asumiendo en ella la completa y absoluta nada, pero su visión particular es que en la nada no hay angustia. No hay dolor, todo aquello intolerable es particular de la existencia, frente a la nada se vuelve un sinsentido pensarlas como categorías aún válidas. Si no hay nada en la muerte, tampoco hay angustia, dolor, ni ningún tipo de sufrimiento propio del vivir:
“Moriré y conmigo la suma
del intolerable universo”.
No es que Borges sea ingenuo y crea que en la nada de la muerte lo aguarda la dicha, todo lo contrario, se esfuerza también por mostrar como todo aquello que podría considerarse placentero va a correr con la misma suerte que el dolor. No le da un carácter netamente positivo ni negativo a la inexistencia, simplemente asume que más allá de ella, tanto el sufrimiento como el placer, son irrisorios, características propias de la existencia que se vuelven absurdas cuando esta termina:
“Borraré las pirámides, las medallas,
los continentes y las caras”.
Incluso, para terminar con cualquier tipo de duda, como si buscase no dejar cabos sueltos, termina por negar la historia. Todo lo que fue ha muerto en el pasado, no cobra un valor tras la muerte. Se contrapone así a cualquier posicionamiento donde aquello que uno haya hecho durante la vida tenga algún tipo de peso tras la muerte. No niega la historia de los hombres durante la vida, ni mucho menos la ciencia que recorre los estudios historiográficos, no se posiciona en contra de las vivencias de cada ser, sino que entiende que todo esto desaparecerá con la muerte también, nada le importa al muerto más que la nada misma, nada de lo que existió se torna presente frente a la muerte:
“Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo”.
Sobre el final Borges hace hablar al suicida en lo que podemos suponer como una despedida, se despide de aquello que existe, de la existencia misma, sabe que no podrá volver a eso luego de la muerte, sabe que nada le espera, que ni siquiera puede llevarse sus memorias consigo y que lo único que puede hacer es saludar a lo que aún queda existiendo, lo que aún no ha muerto:
“Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro”.
Cierra el poema con una frase que podría resumir todo lo escrito anteriormente, condensa en ella todo lo que ha intentado exponer, en las últimas cinco palabras finales está contenido todo el sentido del poema. El poeta hace que el suicida le otorgue la nada a nadie, deja la nada como herencia a ningún sujeto, este punto se puede conectar con la concepción que ya había trabajado anteriormente en el poema “La recoleta” (1923). La muerte es de lo muertos, no le pertenece a los vivos, todo aquello que hacemos rondandola sólo es algo que puede ser otorgado a quien aún existe, al muerto nada de esto le importa, lo único que tiene es la nada y ya no es nadie, ha dejado justamente de ser:
“Lego la nada a nadie”.
En los tres poemas se encuentran presentes factores determinantes a la hora de entender cuáles son los principios en los que Borges apoya sus nociones tanto sobre el amor como sobre la muerte. La idea del devenir, presente en los poemas, es el punto neurálgico que los une de manera contundente. No es fácil omitir como Borges asume la realidad condicionada por el devenir, casi como si estuviese acoplándose a las teorías del Heráclito de Éfeso para dar sentido y fundamento argumentativo a sus poemas. El autor remarca los aspectos cambiantes tanto del amor como de la muerte. Por un lado, en el poema del amenazado, marca contundentemente como el enamoramiento es un proceso de cambio fuerte, mientras que en los dos poemas sobre la muerte remarca como la defunción es un cambio de estado radical. El pasaje de la existencia la inexistencia, algo que podía decirse que el presocrático de Éfeso sutilmente sostenía con su filosofía y en algunos de sus fragmentos: “A los hombres una vez muertos, les aguarda lo que no esperan ni se imaginan”.
Puede resultar difícil entender cómo algo tan rotundamente anulativo, como la muerte, puede estar relacionada con el amor, de quien siempre se aluden características propias de la creatividad. Sin embargo, es preciso mencionar que algunos puntos se conectan más de lo esperado, sobre todo en relación al proceso de enamoramiento, que Borges tanto se esmera en describir en el primer poema. ¿Qué le sucede a todo aquello que antes fue nuestra rutina? Es inevitable pensar que efectivamente perece, en el cambio producido por el amor cuando llega de repente, no hay reparos ni remordimientos, destroza a su paso todo lo que antes hubo, no reniega de desterrar aquello antes establecido, nada mata las rutinas tanto como el amor. La característica más notable es la condición de devenir con la cual Borges dota al enamoramiento, la angustia dolorosa de la muerte de lo antes conocido, es reemplazada por el anhelante deseo de amor, un amor que nada asegura que no perecerá también, que nada ni nadie nos puede confirmar que será correspondido, menos aún eterno. Un amor destinado a morir, al igual que nosotros. La posibilidad de tener que vivir para presenciar y sufrir la muerte de un amor es más que alta, ver como aquello que todo lo cambió, que estableció nuevos parámetros y sacó los anteriores, ahora se convierte en pasado y se prepara para morir; como de repente un nuevo amor puede sacudirlo todo de nuevo y cambiar lo que por momentos nos dio la ilusión de permanencia. Si hay algo que tienen en común el amor y la muerte, es que ninguno de los dos es símbolo de lo que permanece, lo único que permanece en ambos es la certeza de que lo cambian todo.
A pesar de las diferencias contundentes que se establecen entre el amor y la muerte, es imposible negar el sentido doloroso que ambas experiencias regalan a nuestras vidas. Experimentar el enamoramiento, el amor y el desamor, y sentir la muerte de un cercano o la propia avecinarse, siempre son fenómenos que traen consigo una experiencia inigualablemente dolorosa. Los tres poemas hacen hincapié en eso, no hay dudas de que el amor y la muerte se vinculan estrechamente, de manera casi sutil siempre aparecen hermanados. La muerte de un amor o la muerte de un ser amado, son vínculos marcados que no podemos obviar. Siempre el amor y la muerte vienen acompañados, no sólo de cambio, como establecía en el párrafo anterior, sino también de la idea de un cambio doloroso, tan doloroso como inevitable.
Lo inevitable de ambos es algo que Borges también deja en claro, por un lado el amor llega y amenaza al hombre, por el otro la muerte llega y se lo lleva a la nada. Ambas cosas sucederán en algún momento, si hay una certeza es que son realidades próximas a cualquiera que haya sido dotado con el riesgo de vivir. La angustiante espera y conciencia de lo irrenunciable que es la muerte y caer víctima de un enamoramiento, son un precio a pagar por estar vivo. A pesar de que el amenazado indague inútilmente por un refugio al pensar que va a poder huir, sabe que hasta su tiempo está condenado por las medidas del amor, mientras que la muerte está allí, a la vuelta de la esquina, sabiendo que cualquiera es un buen momento para arrojar a la nada toda la vida de un hombre. No son fantasmas ni monstruos de ficción, son realidades, el horror posiblemente se encuentre en ello, en saber que ambas llegan, que el amenazado no puede huirby que el cementerio de La Recoleta siempre tendrá nuevos huéspedes.
Si hay algo que son, es contingentes. Tanto el amor como la muerte nos recuerdan lo ilusorio de creer en lo que permanece, nos configuran el paisaje mismo del devenir constante, por lo tanto no tiene sentido, una vez que algo fallece, seguir encerrados con ello. Si un amor ha muerto, nada se puede hacer para volverlo a la vida, la conexión entre ambos fenómenos es tan grande que el cadáver de un amor tiene tan poco valor como un cuerpo tieso, como Heracito rezó alguna vez: “Los cadáveres son más desechables que el estiércol”, así también lo son los del amor. Borges parece ser consciente de esto, el amor muerto simplemente es reemplazado por la viveza de un nuevo enamoramiento, demostrando lo efímero que puede llegar a ser. Se entrelazan, en este sentido, el amor y la muerte una vez más, nos recuerdan que los cadáveres pueden ser honrados, recordados por los vivos, pero de nada sirven en sí mismos.
Un punto especial es el suicidio, y nada hay mas suicida que enamorarse. Borges hace un parate especial en el tercer poema, hay una búsqueda de la muerte, casi como si se buscase deshacerse de lo que se tiene, de aquella angustia y de aquello bueno incluso. El amor también puede ser buscado, y aunque la comparación puede parecer bastante brusca, hay un componente trágico en la búsqueda de los inevitables, acelerar el proceso de búsqueda de aquello que ya hemos reconocido como ineludible es, aunque suene paradójico, inexorable. Hay un deseo,ñ y frente a eso el hombre suele volverse débil, incluso a sabiendas de que algo puede llegar inevitablemente. Las ansias de calmar lo que la voluntad busca sin descanso pueden ser realmente difíciles de combatir, a propósito de esto Heráclito también tiene un fragmento que parece describir la naturaleza de estos deseos: “Es difícil combatir la voluntad que desea, pues el precio a pagar es el alma”. Aquel que busca la muerte (con el suicidio) pagará con el alma, la nada le será entregada a cambio de su vida. Aquel que busca el amor (con su inquebrantable voluntad) entregará su alma al dolor de ver imposible una empresa que no logra forzar. Sucumbe ante la espera de alguna casualidad del azar, alguna que lo haga encontrar en una remota locación con su ser amado. Es por eso que, tal vez, resultase menos doloroso evitar buscar los inevitables, aceptar la condición de irremediables que Borges les pone al amor y a la muerte y pensar en algo que también dijo el oscuro de Éfeso, asumiendo que “es mejor para los hombre que no ocurra lo que desean”. Claramente utópico es esto último, la voluntad siempre sabe sobreponerse al deber y la moral.
La búsqueda a la que hago referencia en el párrafo anterior puede estar dada por la espera angustiante de algo de naturaleza puramente azarosa. En los tres poemas queda claro que ni el amor, ni la muerte avisan de antemano o tienen una fecha fija para arribar, puede entenderse esto como un indicio de su carácter aleatorio. Es interesante cómo Borges asigna a ambos esta condición de sorpresivo azar en el tiempo. Un amor sin anuncio y una muerte igual de sorpresiva, lo trágico puede establecerse en la idea de que lo único que nos ofrecen como certeza es su llegada, pero no hay ni fecha ni horas, menos un lugar asignado. Son dos manifestaciones que vienen a arrebatarlo todo, a cambiar lo que ya existe, ninguna se anuncia y ambas confirman sus llegadas. Cuando el autor afirmaba en el primer poema “el horror de vivir en lo sucesivo”, como una descripción para entender el horror de esa espera de lo que vendrá, a la vez que escribía en el segundo poema “aunque su imaginaria repetición infame con horror nuestros días”, haciendo referencia a la repetición del saber que la muerte acecha, se encontraba en la posición de describir el horror que supone que algo es totalmente inevitable y totalmente puro en devenir, que su realización es segura pero el momento exacto se basa en la pura incertidumbre y, por esa condición, escarba en lo más profundo de la detestable ansiedad. Sin embargo, a pesar de todo eso que Borges describe como algo poco deseable y hasta horroroso, deja ver también -un poco escondida- una belleza bastante sublime. Es en “La recoleta” donde describe con amorosa calidez como la muerte puede devenir en bellos monumentos y paisajes sepulcrales, de igual manera en “El suicida” libra al difunto de la angustiante existencia y todo lo que esta conlleva, incluso en “El amenazado” no niega nunca lo hermoso del amor y de aquellas magias inútiles que lo componen. Pareciera que, a pesar de todo, podemos afirmar lo mismo que Heráclito sobre lo azaroso de ambos fenómenos: “El más bello de los órdenes son cosas arrojadas al azar”.
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